Presentación:

« Las palabras con las que nombramos lo que somos, lo que hacemos, lo que pensamos, lo que percibimos o lo que sentimos son más que simplemente palabras. Y por eso las luchas por las palabras, por el significado y por el control de las palabras, por la imposición de ciertas palabras y por el silenciamiento o la desactivación de otras, son luchas en los que se juega algo más que simplemente palabras..»

Jorge Larrosa

viernes, 2 de septiembre de 2016

El Santo

T
ipo común, de cuarenta y tantos, sin sobresaltos, cansado, quizás un poco se había echado al abandonado. No intentaba resistir, medio que se había dejado ganar. Hacia lo que se esperaba de él, todo sin chistar, mas aquellas fantasías de cambiar al mundo y hacerlo un lugar mejor habían quedado relegadas por los años…
Mientras el descreía, un ser omnipresente  lo observaba a la distancia, eternamente sabio y confiado en la humanidad, mascullaba en la soledad del poder una lección esclarecedora, hacia como dos mil y pico de años que salvo algún zarandeo, dejaba a la humanidad en el más libre de los albedríos.
Fue así que aquel día, mientras sorbía ese primer mate de la mañana, y sintió caer sobre sus cienes el peso de un mundo, no percibió dolor, sino agobio, clamores en cientos de lenguas retumbaban en sus oídos, sus ojos se nublaban por las lágrimas que brotaban efusivamente.
Se dirigió presuroso al lavado, y levantando la vista, casi se desploma al ver en el espejo el flamante halo refulgente que aparecía sobre su cuerpo.
Aturdido, dio un paso atrás, y choco con la pared, tenía la boca tan abierta que casi se  ahogaba con tanto aire y las preguntas que surgían a montones; sintió como de repente sujetaba un manual de instrucciones en su mano izquierda.
Se dio presurosamente a la lectura del pequeño libro, no tenía muchas páginas,  eso sí, era profuso en dibujos. Como se lo temía, el referido halo era el corolario de su inminente santificación, cuestión que podría parecer virtuosa, mas analizando fríamente la situación tenía más contras que pros.
Eso no era todo, sino más bien era el comienzo, a medida que avanzara con su sacro camino iría adquiriendo  las características propias de su condición angelical.
Además, también había restricciones, como por ejemplo: no podía develar su condición de santo a nadie, por lo que su primera iniciativa de burlarse de todos sus conocidos se iba por el desagüe. Tampoco podía hacer milagros y/o maravillas en beneficio de sí mismo, ni para familiares directos, tacho la doble por lo previsible del impedimento. Por ultimo no podía obtener tampoco ningún rédito, coima, soborno por su accionar apostólico, con lo que se cancelaba su última posibilidad de poder sacar algo bueno de tal embrollo.
Con los días, trato de digerir su suerte, más se le atragantaba como gofio, ya que a pesar de que buscaba y buscaba, no había cláusula de caducidad o anulación en aquel impuesto contrato.
Su principal pensamiento estaba puesto en encontrar la forma  de quitarse la beatitud. Daba largos paseos y caminaba, en la soledad de la invisibilidad,  descartando una a una, las opciones más inverosímiles.

Primer acto:
Sentado en un banco de la plaza central, tuvo la intención de ponerle la traba a esa viejita que estaba a punto de cruzar la calle, con un pique corto y veloz la intercepto, al principio temía ser demasiado enérgico, pero debía volver a su normalidad y barriéndola cual defensor de ascenso, la pobre centenaria cayó sobre él, mas su halo protector se comportó como una suave almohada, y la anciana quedo inmaculada,  salvándose al tiempo de ser arrollada por ese colectivo sin control que terminaba su recorrido sobre un viejo álamo. Milagro uno. Sus pantalones de tela azul se convirtieron en una túnica de un blanco luminoso.

Segundo acto:
Murmurando entre dientes, se levantó y sacudió Protestaba por su mala suerte, como de una maldad tan grande podía darse una acto tan altruista. Caminaba ahora meditando todo esto para sus adentros, pateaba piedras sin dirección, hasta que una de ellas se proyectó directamente sobre la cabeza de una malhechor que sostenía amenazante un arma exigiéndole el bolso a una dama, cayo redondo. Milagro dos. Un áureo aro se colocó sobre su cabeza como un faro lumínico que alumbraba todo.

Tercer acto:
El mundo se encontraba en su contra, trato de vociferar las más suculentas palabrotas, mas solo salían de sus labios armoniosas melodías románticas.
 En una ventana cercana, sacaba afuera medio cuero una hermosa señorita, gritando y llorando, pues tras ella aparecían amenazadoras llamas. Nunca había visto pelo más largo, rostro más bello, curvas tan proporcionadas. Lamento no tener alas para ayudarla. Milagro tres. Obraba bien, ahora de pensamientos, logrando plumíferas extremidades.

Al recibir ese beso de agradecimiento se sonrojo, paso sus manos por la pequeña cintura, y la acurruco entre sus alas, sonriendo de costado, pensó: después de todo, no estaba tan mal ser “El santo”

Es palabra de…


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